Miguel Ángel Albarracín, un policía de 30 años, fue condenado por robarle la tarjeta de débito a un joven con discapacidad y utilizarla sin autorización para retirar dinero en dos ocasiones. El hecho ocurrió en abril del año pasado, pero recién ahora se dictó la sentencia. El uniformado recibió una pena de tres años de prisión en suspenso, una inhabilitación por seis años para ejercer cargos públicos y una multa económica de 60.000 pesos.
La historia detrás de este hecho es tan dolorosa como indignante. El joven, con una discapacidad que lo obligaba a llevar adherido a su tarjeta un papel con los datos de acceso a su cuenta bancaria —ya que necesitaba ayuda para usarla— fue llevado a la Comisaría 3ª de Santa Rosa de Calchines. Allí, Albarracín aprovechó su estado de vulnerabilidad, le sustrajo sus zapatillas y la tarjeta. Luego, alrededor de las 22:00 de ese mismo martes 9 de abril, se dirigió a un cajero y extrajo 10.000 pesos. Al día siguiente, completó el saqueo: retiró otros 8.000 en Cayastá.
El fiscal Ezequiel Hernández, explicó con crudeza el impacto emocional que este robo tuvo sobre la víctima. “Estaba bajo privación de libertad, en situación de extrema vulnerabilidad, y a partir de lo ocurrido, siente temor incluso de quienes deberían protegerlo. Esto no es solo un delito, es un daño profundo”, sostuvo.
El fallo judicial fue dictado por el juez Pablo Busaniche en la ciudad de Santa Fe. Aunque se valoró la condena, el fiscal señaló que evaluarán si apelan, ya que habían pedido que la pena fuera de cumplimiento efectivo, dada la gravedad del daño causado.
¿UNA SOCIEDAD ROTA?
Y es aquí donde surgen las preguntas incómodas pero necesarias: ¿qué tipo de sociedad están construyendo cuando un representante de la ley puede abusar así de alguien indefenso? ¿No estamos ante señales de una sociedad en descomposición moral, donde la empatía se pierde y el abuso encuentra refugio hasta en los lugares que deberían ser seguros?
La comunidad de Calchines, aún conmovida, repite una frase que antes no era necesaria: “Esto acá no pasaba”. El delito, que parecía siempre una preocupación lejana, empieza a manifestarse en formas cada vez más crueles, incluso en manos de quienes visten uniforme.
Hoy, más que nunca, el pueblo necesita volver a ser ese espacio de respeto y cuidado colectivo. Pero para ello, hay que empezar por mirar de frente lo que duele, y exigir justicia no solo en los tribunales, sino en el corazón de La vida en común.